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viernes, 17 de junio de 2011

Atrévete a ser diferente

Cuando un famoso inconformista llamado Jesús exhortó a Sus discípulos a seguirlo y dejar atrás la vida que llevaban, les advirtió que serían como «ovejas en medio de lobos» (Mateo 10:16). «Si fuerais del mundo
-les dijo-, el mundo amaría lo suyo. Pero no sois del mundo; por eso el mundo os aborrece (V. Juan 15:19).»
        Con ello en realidad les estaba diciendo: sean diferentes. Atrévanse a disentir de las normas impuestas por los adictos al sistema, del comportamiento que exige el orden establecido, y serán odiados por osar cuestionar esa autoridad que se atribuyen para determinar lo que está bien y lo que está mal.
      Si te atreves a pensar, actuar, vivir o enseñar de una manera distinta que la vasta mayoría -según dicen, silenciosa-, ya verás que no es tan silenciosa. No pasará mucho tiempo antes que esa mayoría -esa masa robótica, narcotizada, convencionalista, presuntuosa, conformista, insensibilizada y obsecuente que engloba al común de la gente mundana- se haga oír, porque cuando se pone el dedo en la llaga, la verdad duele. Y si andas con esos lobos, aprenderás a aullar, sobre todo cuando alguien se atreva a afirmar y demostrar que existe otro modo de vida aparte del considerado normal.

      La Historia ha demostrado una y otra vez que la mayoría generalmente está equivocada. Como dijo Jesús: «Ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan» (Mateo 7:13,14). Al parecer se cumple lo dicho por historiador inglés Arnold Toynbee: «Lo único que aprendemos de la Historia es que nunca aprendemos de ella». En consecuencia, los sórdidos anales de la Historia no cesan de repetirse.
        Cuando un valeroso iconoclasta osa destruir los ídolos del comportamiento socialmente aceptado por la vasta y descarriada mayoría, o cuando un valiente innovador en cuestiones espirituales o científicas es tan temerario como para sugerir siquiera que hay aspectos en que la sociedad podría estar equivocada, lo abuchean como a un maniático, lo tildan de demente, lo persiguen por desviacionista, y a veces hasta lo condenan como a un criminal, lo mandan a la horca por hereje o lo crucifican por constituir una amenaza para la sociedad.
      ¿Por qué? Porque las tinieblas no soportan la luz, los descarriados no aguantan a quienes llevan la razón, la gran mentira no tolera la verdad, y los confinados se resienten amargamente de la independencia de que gozan los libres. Todo ello deja en evidencia a la mayoría descaminada. Saca a relucir sus tenebrosos pecados, su hipocresía, su codicia y su opresión de los explotados. No le queda entonces a esa mayoría otra alternativa que empeñarse afanosamente en apagar la luz, afirmar que lo malo es bueno, tratar de ahogar a gritos la voz de la verdad, frustrar las tentativas de los libres y exterminar a quienes harían patente la hipocresía de la sociedad y le pondrían fin.

      Cuando Noé construyó su enorme arca y afirmó que habría un diluvio -pese a que hasta el momento jamás había llovido-, fue ridiculizado por la abrumadora y bulliciosa mayoría de su época, que a la postre acabó pereciendo en aquel diluvio; mientras que Noé y su familia se dieron la última carcajada (V. Génesis capítulos 6-8; Hebreos 11:7).
        Cuando Abraham, a la edad de 100 años, predijo que se convertiría en padre de muchas naciones y que sus descendientes serían tan numerosos como la arena del mar, su propia esposa -que era estéril- se rió de él con desdén. Pero Abraham fue pronto el último en reírse, pues Sara, de más de noventa años, dio a luz a Isaac, antepasado de los judíos. Y la sierva de Sara, Agar, engendró a Ismael, padre de los árabes (V. Génesis 17:1-21; 18:1-19; 21:1-5).
      Cuando un humilde pastor del desolado Sinaí afirmó que iba a liberar él solo a seis millones de esclavos judíos de las garras de sus poderosos y explotadores amos egipcios, su propio pueblo se mofó de él. Pero fue él quien se lo pasó en grande al conducirlo milagrosamente a través del Mar Rojo sobre tierra seca (V. Éxodo 3:1-10; 14:8-30).
      La gente de Jericó se burló cuando Josué mandó a los judíos dar siete veces la vuelta alrededor de aquellos muros infranqueables; pero cuando los hombres de Josué hicieron sonar trompetas, los muros se desplomaron (V. Josué 6:4-5,15-16,20).
      El ejército de miles de madianitas se debió de morir de risa cuando la mayor parte de las tropas de Gedeón se marchó y éste quedó con apenas trescientos hombres. Pero cuando aquel reducido batallón les dio en mitad de la noche un susto de muerte con apenas unos cántaros, les tocó a ellos el turno de huir (V. Jueces 6:11-14; 7:1-23).
      Los poderosos jerarcas de los conquistadores filisteos miraban con desprecio a Sansón, el hombre fuerte de los judíos, a quien habían hecho cautivo y cegado. Pero cuando esté separó las columnas del templo de ellos, se tomó la revancha matando a más filisteos con su muerte que durante toda su vida (V. Jueces 16:23-30).
      El gigante Goliat ridiculizó al muchachito de la honda; pero cuando David lanzó certeramente un guijarro, el filisteo grandulón cayó de bruces y los hijos de Dios cantaron de júbilo (V. 1 Samuel 17:1-10,42-51).
      Los profetas que vaticinaron el fin de los imperios dominantes de su época fueron acusados de chiflados y bufones; pero al caer cada una de esas potencias en el momento y del modo predichos, dejaron de ser motivo de risa.
      Cuando Jesús dijo a Sus hipócritas adversarios religiosos, los fariseos, que su ostentoso templo sería destruido, lo denunciaron con escarnio. Pero cuarenta años más tarde, cuando los romanos redujeron el santuario a cenizas y lo desmontaron piedra por piedra para hacerse con el oro fundido que se había escurrido entre las grietas, lo profetizado por Cristo dejó de ser tan gracioso (V. Lucas 19:37-44).
      Cuando los primeros cristianos auguraron la caída del Imperio Romano, Nerón los exiló, los decapitó, los crucificó, los quemó y los echó a los leones. Sin embargo, él acabó sus días cual maníaco pervertido, y Roma ardió. A la larga el imperio sucumbió, y los cristianos mismos se hicieron cargo de sus restos.
      Los mártires cristianos de la iglesia primitiva fueron vilipendiados, escarnecidos, torturados, divididos y separados por los paganos que procuraban acabar con ellos. No obstante, esos mismos paganos fueron conquistados por la verdad, el amor y la paz de aquella magnífica banda de marginados.
      Más tarde, cuando el cristianismo tuvo el poder, la institución eclesiástica intentó sofocar los hallazgos de los hombres de ciencia y acallar las voces de la libertad. Pero con ello la iglesia firmó su propia sentencia de muerte para dar paso a la nueva ilustración y al renacimiento de las artes y las letras.

      Casi todos los profetas y dirigentes de Dios que vivieron en tiempos bíblicos o en otras épocas fueron considerados chiflados por el resto del mundo. Los tildaban de soñadores y visionarios que alucinaban, oían voces y estaban medio trastornados por la religión.
        El convencionalista, el tradicionalista, el conformista nunca hace noticia y jamás cambia nada. Es un borrego, como los demás. ¿A quién le interesa saber de alguien que no difiere de los demás y se aviene estrictamente a la norma establecida por los hombres? Quien por lo general hace noticia es el original, el que se sale de los cánones, el inconformista, el radical, el fanático, el iconoclasta.
      Los que se quedan donde están, los que nunca se aventuran a ir a ninguna parte y se atienen a lo que hace el resto de la gente, jamás causan extrañeza, no despiertan a nadie, no producen revuelo. Siempre piensan y hacen lo que se espera de ellos, lo que la sociedad les dicta. Ni por casualidad se los encuentra haciendo algo que no se estila o que nadie hace.
      Nunca se oye hablar de los mequetrefes, los cobardes, los pusilánimes y los blandengues que van a la deriva y se dejan llevar por la corriente, igual que todos los demás; esos que nunca cambian nada ni hacen nada diferente, que jamás disienten de las tendencias mayoritarias ni defienden la verdad y lo que está bien; los que nunca se salen de la fila y siempre van al paso de la gran mayoría silenciosa. Se dejan llevar por la manada en medio de los residuos, los desechos, la espuma y el cieno de la normalidad. Jamás dicen ni pío. No contribuyen en modo alguno al progreso. Jamás cambian ni una pizca. No dejan huella alguna ni causan la menor impresión. El mundo ni siquiera sabe que existen. Se hunden junto a todos los demás en la ciénaga del anonimato, en la dimensión de la nada, y en consecuencia quedan relegados al olvido y jamás pasan a la Historia.
      En cambio, los tildados de locos saltan a los titulares. La Historia está llena de ejemplos de personas que se atrevieron a desafiar al sistema, a ser diferentes, a nadar contra la corriente, o a escandalizar a los de su generación; de gente que tuvo las agallas para cuestionar los principios científicos o morales de su época, para defender una causa impopular o para hacer más de lo que exige el deber. Los que figuran en los anales de la Historia son aquellos que se apartaron de la norma, los radicales, los inadaptados, los presuntos herejes, los descubridores, los inventores, los exploradores, etc.
      Ellos fueron soñadores locos que concibieron hacer algo que nadie había hecho antes, cuyo pensamiento y conducta diferían de los de sus predecesores. En casi todos los casos la sociedad pensaba que les faltaba más de un tornillo o que eran medio excéntricos comparados con el resto de la gente. Fueran héroes o canallas, buenos o malos, criminales diabólicos o santos angelicales, sin duda todos sobresalieron; ninguno fue indiferente.
      Vivieron rodeados de fama y murieron en la infamia; pero nada ni nadie podía detenerlos, porque nadie sabía cómo reaccionar a ellos o hacerles frente. No se sabía a dónde se dirigían, dado que nadie había emprendido aquel camino ni acometido esa empresa antes. Los demás simplemente no estaban preparados para tales acciones, motivo por el cual les llevó un buen rato darles alcance.
      Huelga decir que la mayoría generalmente se las arregló para sofocar la llama. Sólo lo lograron a fuerza de echarle encima cadáveres. No obstante, jamás han podido borrar de la memoria de la humanidad la existencia de hombres y mujeres que se distinguieron por sus logros. Se atrevieron a discrepar e hicieron lo que todos les advertían que no hicieran, o lo que les aseguraban que no era viable. Se lanzaron a ello por considerar que era menester hacerlo y que eran capaces, dijeran lo que dijeran los demás. Lo hicieron, y el mundo entero oyó hablar de ellos.

      Los caminos trillados son para hombres vencidos. Prender nuestra vela por ambos extremos puede parecer disparatado, pero así emite más luz. Aunque no dure tanto, genera mucho calor. Y cuando llegues al final de esta vida y los ángeles te reciban en las moradas eternas, el mundo te recordará. Si obraste como debías, Dios no lo olvidará. Resplandecerás para siempre como las estrellas, y te dirá: «Bien, buen siervo y fiel, entra en el gozo de tu Señor», a ti y a todos los demás que se atrevieron a ser «insensatos por amor de Cristo» (V. Daniel 12:3; Mateo 25:21; 1 Corintios 4:10).

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