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sábado, 30 de abril de 2011

Declaración de amor

Nosotros, como cristianos, creemos en el amor. Amor a Dios y al prójimo, porque «Dios es amor». (1 Juan 4:8) En eso consiste nuestra religión: en amar.
        El amor lo es todo, pues sin amor no habría nada: ni amigos, ni familias, ni padres, ni madres, ni hijos, ni sexualidad, ni salud, ni felicidad, ni Dios, ni Cielo. Nada de ello existiría sin amor. Y nada de ello sería posible sin Dios, porque Dios es amor.
      La solución a todos los problemas que han aquejado a la humanidad a lo largo de la Historia ha sido siempre el amor -amor verdadero, amor a Dios y al prójimo-. Sigue siendo la solución que ofrece Dios aun en una sociedad tan confusa y compleja como la actual.
      Es precisamente el rechazo del amor de Dios y de Sus amorosas leyes lo que lleva a los hombres a ser egoístas, desamorados, desconsiderados y hasta perversos y crueles. He ahí el origen de su inhumanidad para con sus semejantes, la cual salta a la vista en este atribulado mundo actual sometido al yugo de la opresión, la tiranía y la explotación. Tanta gente es víctima del hambre, la desnutrición, las enfermedades, la pobreza, el desamparo, el exceso de trabajo, odiosas vejaciones, los tormentos de la guerra y la pesadilla de vivir con un perpetuo sentimiento de inseguridad y miedo. La causa de todos estos males es la falta de amor de los hombres para con Dios y el prójimo, y su insistencia en contravenir las leyes divinas de amor, fe, paz y armonía.
      Efectivamente, es así de sencillo: Amar a Dios nos hace capaces de amarnos los unos a los otros. Podemos entonces seguir Sus preceptos sobre la vida, la libertad y la felicidad, con lo que todo se arregla y todos nos sentimos satisfechos en Él.
      Por eso dijo Jesús que el primer y mayor mandamiento es amar: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. [...] Y el segundo es semejante -casi igual, casi lo mismo-: amarás a tu prójimo como a ti mismo». (Mateo 22:37-39)
      En otra ocasión en que Jesús procuraba ilustrar ese mismo principio, un intérprete de la ley le preguntó: «¿Quién es mi prójimo?» La Biblia dice que aquel jurista intentaba enredarlo. Quería saber quién era técnica y legalmente su prójimo. Lo que en realidad se proponía era que Jesús le ayudara a discernir a quién debía amar y a quién no. Pero con la parábola del buen samaritano (Se llamaba samaritanos a los pobladores de Samaria, región de la Palestina central que linda con Judea. Como los samaritanos eran mestizos, los judíos ortodoxos los despreciaban y rehuían.) Jesús enseñó que se trata de toda persona que necesite nuestra ayuda, sea cual sea su raza, el color de su piel, su religión, su nacionalidad o su condición social.
      «Un hombre [judío] descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita [asistente del templo], llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él.
      »Otro día al partir, sacó dos denarios [equivalente a dos días de jornal], y los dio al mesonero, y le dijo: “Cuídamele, y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese”. ¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Él [el intérprete de la ley] dijo: “El que usó de misericordia con él”. Entonces Jesús le dijo: “Ve, y haz tú lo mismo”.» (Lucas 10:30-37)

      Si estamos provistos de amor verdadero, no podemos presenciar una situación de apuro sin intervenir. No podemos pasar de largo delante del pobre hombre en el camino de Jericó. Debemos actuar, como hizo el samaritano. Hoy en día hay mucha gente que, cuando ve a un necesitado, reacciona diciendo: «¡Ay, qué lástima, qué pena!» Sin embargo, la compasión hay que traducirla en obras. He aquí la diferencia entre lástima y compasión: la lástima no es más que un sentimiento de pena; la compasión lo impulsa a uno a hacer algo.
        Debemos manifestar nuestra fe con obras. Es difícil demostrar amor sin una acción palpable. Afirmar que se ama a alguien y no ayudarlo físicamente en lo que pueda necesitar -proporcionándole comida, ropa, techo, etc.- no es amor. Si bien es cierto que la necesidad de amor verdadero es espiritual, éste debe manifestarse físicamente, por medio de obras. «La fe que obra por el amor.» (Gálatas 5:6) «El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad (1 Juan 3:17,18).»
      Por otra parte, consideramos que la forma más sublime de manifestar amor no consiste exclusivamente en compartir simples pertenencias y bienes materiales. Se basa en entregar la vida en servicio a los demás, como expresión de nuestra fe. Las buenas obras y la entrega de dichas posesiones vienen como consecuencia. El propio Jesús no tenía nada material que dar a Sus discípulos, salvo Su amor y Su vida, que dio por ellos y por nosotros, para que todos pudiéramos disfrutar de vida y amor eternos.
      «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos (Juan 15:13).» Profesamos, pues, que lo máximo que podemos dar a los demás es nuestra persona, nuestro amor y nuestra vida. Ese es nuestro ideal.

      Con esa finalidad precisamente creó Dios al hombre en un principio. Nos hizo para que lo amáramos, disfrutáramos de Él eternamente y ayudáramos a los demás a hacer lo mismo. Dios fue el creador del amor y el que puso en el hombre la necesidad de amar y ser amado. Él es el único capaz de satisfacer esa ansia profunda de amor total y comprensión absoluta presente en toda alma.
      Por eso, aunque las cosas temporales de este mundo puedan satisfacer el cuerpo, sólo Dios y Su amor eterno pueden llenar ese angustioso vacío espiritual que hay en el corazón de cada persona y que Dios creó exclusivamente para Sí. El espíritu humano -ese algo intangible, esa esencia de nuestro ser que habita en nuestro cuerpo- sólo halla plena satisfacción en la unión total con el gran Espíritu amoroso que lo creó.
      Él es el mismísimo Espíritu del amor, amor verdadero, eterno, amor auténtico que nunca deja de ser, el amor de un Amante que nunca abandona, el Amante por excelencia, Dios mismo.
      Lo vemos reflejado en Su Hijo Jesucristo, que vino al mundo por amor, vivió con amor y murió por amor para que nosotros pudiéramos vivir y amar eternamente. «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:16).»

      Para recibir el amor de Dios personificado en Jesús no tienes más que abrir tu corazón y pedirle que entre en ti. Jesús prometió: «He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él» (Apocalipsis 3:20). Con amor y mansedumbre, Él aguarda a la puerta de tu corazón. No la fuerza, no te obliga a aceptarlo; más bien espera a que le pidas que entre. ¿Se lo pedirás?
      Una vez que lo hayas hecho, experimentarás toda una transformación. Será como si acabaras de nacer a un mundo del todo nuevo. Te convertirás en un nuevo hijo de Dios, con un nuevo espíritu. Entonces Su Espíritu, que morará en ti, te permitirá hacer lo que resulta humanamente imposible: amar a Dios y a tus semejantes.
      Descubrirás la verdadera felicidad, que no se halla buscando de modo egoísta placeres y satisfacciones, sino al encontrar a Dios, comunicar Su vida a los demás y procurar la felicidad ajena. Entonces la felicidad te busca, te toma por asalto y se adueña de ti, sin que la hayas procurado siquiera.
      «Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará (Gálatas 6:7).» Si siembras amor, recoges amor. Si siembras amistad, recoges amistad. Obedece, pues, la ley divina del amor, amor desinteresado, amor a Dios y al prójimo. Manifiesta a los demás el amor que les debes, y tú también recibirás amor. «Con la misma vara con que medís, os volverán a medir (Lucas 6:38.).»
      Descubre las maravillas que puede hacer el amor. Hallarás todo un nuevo mundo de amor que sólo habías concebido en sueños. En compañía de otra alma solitaria, puedes disfrutar de los milagros que obra el amor. Pruébalo. El amor que manifiestes volverá a ti.

      El amor no se te dio para guardarlo.
      Para que sea amor, a otros hay que darlo.

La Guerra Universal


Carta abierta a cuantos desean sinceramente transformar la sociedad

      Todos los que hemos respondido al llamamiento de Cristo de seguirlo y llevar Su luz al prójimo libramos una guerra cósmica. Luchamos juntos en defensa de nuestra fe, de la verdad y la libertad. Movidos por el amor, nos hemos comprometido a entregar la vida por nuestros hermanos de todo el mundo. Estamos empeñados en lograr que la gente humilde del mundo tenga a su alcance la posibilidad de alimentarse y vestirse adecuadamente y adquirir una vivienda digna; que pueda gozar de buena salud y trabajar en paz y libertad a fin de satisfacer sus necesidades elementales y alcanzar la felicidad. Nos hemos dedicado de lleno a lograr que todos los habitantes del planeta, sin restricciones, puedan conocer la dicha de vivir fraternalmente y en cooperación unos con otros, de tal modo que cada uno aporte conforme a sus posibilidades y reciba según su necesidad (V. Juan 15:13; 2 Corintios 8:14; Hechos 4:35; 11:29).
        Los ideales comunes que perseguimos son que la humanidad se libre de la miseria, de la dominación, del dolor, del mal y del miedo. Los hombres no pueden ser felices cuando padecen hambre, viven bajo el yugo de la opresión, la tiranía y la explotación, o son víctimas de la desnutrición, la falta de salud, las enfermedades y el exceso de trabajo. No pueden conocer la alegría cuando soportan las penalidades que ocasionan interminables guerras y conflictos, y enfrentan la pesadilla de una espantosa inseguridad.
      Sostenemos que la causa de todos esos males es la falta de amor de los hombres para con Dios y con el prójimo, y su insistencia en contravenir las leyes divinas de amor, fe, paz y armonía con el Creador, con la creación y con sus semejantes. Esas leyes constituyen el fundamento de nuestra fe y de la de todos los que creen profundamente en Dios y en Su amor.

      A demás de saber a favor y en contra de qué luchamos, es necesario tener claro en qué plano debemos hacerlo. La nuestra no es una guerra de armas y ejércitos que combaten físicamente. No es una contienda en el plano material, en la que se enfrenten hombres, naciones o grupos étnicos. No es una guerra entre ricos y pobres ni entre socialistas y capitalistas. No se trata de un conflicto entre sistemas políticos o económicos, entre sociedades o culturas, o entre confesiones religiosas. No nos referimos a una conflagración motivada por el rencor y el odio, la saña y la venganza, que conducen a matanzas y a salvajismo, torturas, sufrimiento y muerte. No se trata de sojuzgar a un pueblo, ni de conquistar territorios, ni de adquirir bienes materiales o satisfacer la vanagloria del hombre.
        Tales guerras carnales raramente han contribuido a superar conflictos o a resolver los problemas fundamentales que aquejan a la humanidad. Por lo general, solo han dado lugar a más sufrimiento, angustia, dolor, hambre, esclavitud, resentimiento y revanchas. No han hecho otra cosa que generar más luchas, tormentos, privaciones, destrucción, pérdidas, aflicción, miseria y muerte. El resultado de la inmensa mayoría de las mezquinas y execrables guerras que desatan los hombres no es más que un simple relevo del tirano de turno en el que se invierten los papeles entre opresores y oprimidos, un interminable círculo vicioso de males que enriquece aún más a un sector cada vez más reducido de privilegiados, y a la vez engrosa las filas de los pobres. Y tanto unos como otros son desgraciados e infelices con la vida que llevan, asediada por el espectro del miedo y la muerte.

      La nuestra es una guerra que se libra en el plano espiritual, por medio de la fe y el amor, y tiene por objetivo conquistar el corazón y el espíritu de los hombres, influir en sus ideas y salvar tanto su alma como su cuerpo. Combatimos por liberarlos de la maldad que se adueña de su espíritu, de su corazón y de su mente, y los induce a ser egoístas, desconsiderados, ofensivos, crueles y perversos con sus congéneres. La inhumanidad de los hombres para con sus semejantes tiene raíz en su ignorancia de los caminos que conducen a la felicidad. No conocer bien el amor, la fe y el poder de Dios, así como los principios espirituales que Él amorosamente ha instituido para que alcancemos la dicha eterna.
        Lidiamos en esta contienda a fin de romper las cadenas de iniquidad y el yugo del Diablo que esclavizan el alma, la mente, el corazón y el espíritu de los hombres, y que son la causa de que nos hayan sobrevenido todas las desgracias que enfrentamos hoy en día. Se trata de una guerra cósmica, una guerra entre dos mundos. Una guerra entre el bien y el mal, entre Dios y el Diablo, la rectitud y la vileza, lo mundano y lo espiritual, ángeles y demonios. Un enfrentamiento entre el amor y el odio, la vida y la muerte, la alegría y la desdicha. Nos referimos a un conflicto universal en el que las fuerzas celestiales defensoras del bien se oponen a las fuerzas espirituales del Infierno, que luchan por nuestro cuerpo y nuestra alma, tanto en el plano terrenal como en la dimensión espiritual.
      Por tanto, es menester que, además de defender nuestros derechos humanos, libremos esta guerra espiritual -de mucha mayor trascendencia que cualquier otra- con armas mucho más eficaces como son la fe, el amor y la piedad, acompañadas de palabras y actos de bondad. Para liberar a los hombres del temor es necesario infundirles fe; para librarlos del odio hay que manifestarles amor; para aliviar su angustia es preciso brindarles alegría; para librarlos de la guerra debemos forjar la paz; para sacarlos de la miseria hay que satisfacer plenamente sus necesidades; para salvarlos de la muerte tenemos que indicarles el camino que conduce a la dicha eterna en el Cielo.

      La espada vence, la palabra convence. Nuestra guerra se libra con palabras e ideas capaces de encender en los hombres la llama de la fe y la esperanza. Aspiramos a colmarlos de alegría, de paz y de amor, a fin de que su espíritu sea libre. Asimismo, nos proponemos liberarlos del dolor físico con actos de amor y de bondad. Debemos, por tanto, librar una guerra de palabras contra las ideas del mal, una guerra de fe contra el temor y de esperanza contra la duda. Es vital que inspiremos a los hombres a creer en Dios y en Su amor, y que Él ha concebido un plan para llevar al hombre hacia un futuro glorioso, cuando se instaure el Reino de Dios en la Tierra, en el que gobernarán los justos y ya no habrá pesar, ni llanto, ni dolor, ni muerte. Todo será luz y vida, y habrá paz, felicidad y abundancia para todos.
        Es necesario enseñar a la gente las amorosas y vivificantes Palabras que Dios mismo nos legó en Su libro sagrado, la Biblia, por medio de Sus santos profetas, a fin de que la humanidad alcance la vida, la dicha y el amor eternos que Dios ofrece. Imperios poderosos construidos a punta de espada desaparecieron con el mismo ímpetu con que aparecieron. En cambio, las divinas Palabras de vida y amor permanecen para siempre y no han dejado de ser fuente de gozo, paz, amor, vida y esperanza para miles de millones de personas generación tras generación. Grandes conquistadores como Alejandro Magno, César, Gengis Kan, Napoleón y Hitler han quedado relegados al pasado. Sin embargo, las ideas, la fe y las palabras de los profetas de Dios son imperecederas.
      Trascienden las fronteras. Se extienden por todas las naciones, razas e imperios. No conocen límites de tiempo ni de espacio. No han podido ser reprimidas por personas, por guerras ni por el poder de las armas. Engloban a la humanidad entera, y unen los pensamientos, el corazón y el espíritu de los hombres en la fe y el amor a Dios y al prójimo, para bien de todos.
      Los filósofos, maestros, profetas y siervos de Dios en raras ocasiones han dirigido imperios. No obstante, han ganado a multitudes de personas a su causa por medio de sus palabras, su fe y sus ideas, que cautivaron corazones, conciencias y espíritus liberándolos para siempre. Los seguidores de Dios desde el principio del mundo se cuentan por miles de millones, y a diferencia de los efímeros imperios terrenales, que subyugan por la espada, el Reino eterno de Dios conquista los espíritus inmortales de los hombres.

      No se puede obligar a nadie a hacer el bien. No se puede imponer la moralidad a fuerza de leyes. Para impulsar al hombre a obrar limpiamente y a abstenerse del mal por iniciativa propia es necesario persuadirlo, ganar su corazón, iluminar su espíritu y salvar su alma. Para conquistar de veras el amor de una mujer, de nada vale forzarla. Hay que cortejarla. No es posible cambiar el mundo de los hombres sin cambiar su manera de pensar. Para eso es imperativo transformar su corazón, lo cual sólo es viable mediante la inspiración del Espíritu de Dios, que no sólo salva el cuerpo, sino también el alma.
        Debemos empeñarnos en la salvación integral de los hombres, no solamente de su cuerpo y de su medio ambiente. Nunca podrán ser felices teniendo el corazón amargado, los pensamientos turbados, el espíritu abatido y el alma desprovista de salvación. Tenemos que consagrarnos a la tarea de salvar a los hombres en su totalidad, no en forma parcial. Es necesario bregar por la salvación de la humanidad entera, no sólo de una parte de ella. Esa salvación debe ser eterna y no circunscribirse a la existencia actual.
      Sólo el poder, la vida, la luz, el amor y las palabras de Dios pueden lograr ese objetivo. Debemos valernos de cuanto medio haya disponible en el mundo para comunicar esas palabras a toda persona. Debemos hacer llegar a los ojos y pensamientos de todos los hombres en todo lugar los preceptos de Dios, Su esperanza, fe y amor, y los designios que ha determinado para Sus criaturas, a fin de que se transformen todos los corazones, se eleven todos los espíritus y se salven todas las almas, así como los cuerpos que las componen, para que convivan en unidad y armonía para siempre.
      Es imprescindible que tengamos por objetivo la salvación universal de la humanidad, no sólo la de nuestra nación. No podemos limitarnos a resolver las nimias cuestiones temporales, los afanes de esta vida, las dificultades de nuestro ámbito o los conflictos de un determinado pueblo, nación, raza, cultura, religión, ideología, filosofía política o sistema económico.
      Para que todos los hombres alcancen la felicidad, la salvación no puede exceptuar a nadie; debe abarcar a la humanidad entera. Aunque las noventa y nueve ovejas estaban en el redil, el pastor no se conformó hasta que hubo hallado y rescatado a la perdida. La grey no estaba completa. El pastor no podía descansar mientras una de ellas estuviera sufriendo por su descarrío (V. Mateo 18:12-14; Lucas 15:3-7; Juan 10:1-16 ).
      Es preciso que busquemos a todas las ovejas perdidas del Buen Pastor, a fin de transmitirles las palabras de amor, vida y fe. Hay que traerlas a todas al redil, de manera que sean por la eternidad un solo rebaño con un solo Pastor.
      Tenemos la obligación de llevar el mensaje a todos, aunque no todos lo escuchen ni respondan ni acepten la salvación. Debemos a todo hombre el mensaje de Dios y la vida de amor que Él quiere dar, pero sobre todo a los que se muestren dispuestos a creerlo y aceptarlo. Dios únicamente sacia al alma hambrienta; a los que creen no tener necesidad de Él ni de una transformación los envía vacíos (V. Lucas 1:53). No tiene sentido perder el tiempo discutiendo con los que se niegan a reconocer la verdad. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Debemos empezar hoy mismo a saciar a los hambrientos, a dar vista a los que ansían luz y amor a los abandonados.

      Si Dios está de nuestra parte, nadie podrá hacer-nos frente, por mucho poder que ostente o por muchos que sean sus seguidores. Confía en Dios. «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros (Romanos 8:31)?» ¿Quién podrá detener al que hace el bien? Ninguno podrá resistirse al poder de Dios en ti ni a Sus huestes celestiales si Dios está a tu favor y tú a favor Suyo, y estás obrando conforme a Su voluntad (V. Hechos 5:38-39).
        Libramos una lucha sin cuartel, y la victoria es nuestra. Alabado sea Dios. Puede que perdamos algunas batallas, pero estamos ganando la guerra, y muy pronto estableceremos el Reino de Dios en la tierra. No te des por vencido. No desmayes, no pierdas la fe, ten ánimo. No podemos fracasar. Tenemos la victoria asegurada, porque Dios está con nosotros y porque luchamos por una causa justa y santa, basada en la fe y el amor a Dios y al prójimo. El amor es infalible, porque «Dios es amor» (1 Juan 4:8).
      Jesús dijo que el cielo y la tierra pasarán, pero las Palabras de Dios no pasarán (V. Mateo 24:35). Para siempre permanecen en los Cielos, y nadie podrá desmentirlas u oponerse perpetuamente a ellas. Invócalas y divúlgalas, junto con el amor de Dios, tanto de palabra como de hecho. Aprovecha para ello todos los medios que tengas a tu alcance, y así brindarás a los demás luz, esperanza, amor, paz, abundancia, satisfacción y felicidad celestial para siempre.
      No es de necios dar una vida pasajera por un amor imperecedero.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Montañeses


Cuando Jesús subió al monte, dejó atrás las multitudes. «Viendo la multitud, [Jesús] subió al monte; y sentándose, vinieron a Él Sus discípulos» (Mateo 5:1). Los picos de las montañas nunca son muy concurridos. ¿Por qué? Porque cuesta mucho esfuerzo llegar allí. No hay mucha gente a la que le guste escalar. En la cumbre hay más luz. Mucho después que ha anochecido en el valle, desde los cerros todavía se ve el sol. El valle casi siempre está en sombras, lleno de gente y de cosas, pero normalmente oscuro. En las alturas hace frío y viento, ¡pero es emocionante! ¡Para trepar una montaña hay que tener la convicción de que realmente vale la pena arriesgar la vida por ello! Cualquier montaña... la montaña de esta vida, la montaña de los triunfos, la montaña de los obstáculos, de las dificultades... Antes de empezar el ascenso hay que tener la sensación de que vale la pena morir por ello y arrostrar el viento, el frío y las tormentas, que representan las adversidades. Los únicos que escalan montañas son los pioneros, los que quieren hacer algo que nadie ha logrado nunca, los que desean sobresalir de la multitud, superar lo ya realizado. Los pioneros deben tener horizontes, para ver lo que nadie más ve; fe, para creer lo que nadie más cree; iniciativa, para ser los primeros en intentarlo; y valor, ¡agallas para luchar hasta conseguirlo! En la montaña da la impresión de que se vive en la eternidad, mientras que abajo viven en el tiempo. Allí en la cima se ve el mundo con la debida perspectiva, cadenas de cumbres que conquistar, ¡todo un mundo que se extiende más allá del horizonte del hombre corriente, que desde su perspectiva no alcanza a ver! ¡Se divisan picos que aún no han sido escalados y lejanos valles inexplorados! Se aprecian cosas que los habitantes de los valles no ven nunca y que ni siquiera comprenden. En el valle, uno se enreda con la multitud, la farsa y el materialismo y no ve nada más que el tiempo, creaciones del tiempo y cosas temporales, las cuales pronto pasarán. Pero si levanta la cabeza por encima de los que lo rodean, uno mismo se convierte en un monte en medio de ellos. Los del montón se resienten contra uno, lo resisten y lo combaten, porque no lo entienden ni lo aceptan. ¡No quieren ni saber que existen montes! ¡No quieren que otras personas se enteren de que hay montañas, ni que respiren siquiera por un instante el aire puro del monte cristalino! Las quieren mantener encerradas, empantanadas en el fango de los valles. No quieren que se sepa que existe otro lugar y que se puede salir del valle. Harán todo lo posible por disuadirlo a uno de subir. En el valle domina el hombre. En la montaña sólo Dios domina, y los hombres que viven allí lo saben. Por el contrario, los que viven en los valles se creen dioses, porque se gobiernan a sí mismos. Los habitantes de los valles se encuentran protegidos y seguros, y creen que no tienen necesidad de Dios. Como ya no pueden ver el cielo se han olvidado de que existe Dios. Los caminos trillados son para hombres vencidos, pero las cumbres para los pioneros valientes. ¿Qué se oye en la montaña? ¡Cosas que harán eco en todo el mundo! ¿Qué se percibe en la quietud? ¡Susurros que alterarán el curso de la historia! Las leyes más relevantes que ha recibido la humanidad, por las cuales se rige aún la mayoría del mundo civilizado, fueron entregadas a un hombre que se encontraba solo en una montaña. Luego que Moisés descendiera de aquellas cumbres con los Diez Mandamientos, ni la nación hebrea ni el mundo entero volvieron a ser los mismos. El sermón más aclamado de la Historia, el sermón del monte, lo predicó a un puñado de hombres de montaña el más ilustre montañero de todos, Jesús, quien finalmente escaló solo Su última montaña -el Monte Calvario, el Gólgota- para morir por los pecados del mundo. Ese fue un monte que sólo Él podía subir por todos nosotros... ¡pero lo logró! ¡Después de oír el sermón del monte, los discípulos de Jesús descendieron y transformaron el mundo! No volvieron a ser los mismos. ¿Qué los cambió a ellos que a la postre cambió el mundo? ¡Oír la voz de Dios comunicándoles verdades diametralmente opuestas a lo que se enseñaba en el valle! Allí decían: «Bienaventurados los romanos -los altivos y poderosos-. ¡Fíjate en lo que han logrado! Han conquistado el mundo.» Pero Jesús decía en la montaña justamente lo contrario: «Bienaventurados los pobres en espíritu [los humildes], ¡porque de ellos es el Reino de los Cielos!» (Mateo 5:3). Unos sencillos pescadores incultos escucharon de la boca de un carpintero enseñanzas que los harían mayores gobernantes que los césares de Roma. «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados» (Mateo 5:6). La gente de la montaña tiene una hambre y sed de la Verdad que sólo Dios puede saciar. La gente de abajo, del valle, no ve más allá de sus narices. Son individuos satisfechos de sí mismos. Están llenos... y el Señor los envía vacíos (V. Lucas 1:53). «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios» (Mateo 5:8). En la montaña no hay contaminación. Tanto el agua como el aire son puros. La gente es limpia de corazón. Ve a Dios. La vida está en la montaña. Sal del valle. «Escapa al monte cual ave» (Salmo 11:1).

La transformacion de Pedro


Uno de los más ilustres protagonistas de la Biblia es Simón, hijo de Jonás, conocido más comúnmente como el apóstol Pedro. Fue uno de los primeros discípulos de Jesús. Se trataba de un personaje muy pintoresco, un pescador inculto y tosco, siempre rebosante de energía y dinamismo. Durante los años que pasó bajo la dirección y enseñanza de Jesús, Pedro se conducía con muy poco tino y decoro y, como suele decirse, siempre metía la pata. Era sin lugar a dudas el más franco de los doce apóstoles. No vacilaba en decir lo que pensaba y en hacer lo que consideraba necesario, sin tomar mucho en cuenta las consecuencias. Los hombres decididos suelen tener sus defectos, y Pedro no fue ninguna excepción. Las más de las veces su enérgica personalidad, su confianza en sí mismo y las opiniones tan vehementes que emitía lo llevaban a cometer graves errores. Sin embargo, poco después de la resurrección de Cristo, experimentó una asombrosa transformación. De eso precisamente trata nuestro relato, que se inicia en los momentos finales del ministerio de Jesús en la Tierra, durante la última cena que celebró con Sus discípulos, escasas horas antes de Su crucifixión. «Antes que el gallo cante...» Sabiendo que en breve sufriría tormento y muerte por los pecados del mundo, Jesús miró a Sus discípulos y dijo con tristeza: —Todos ustedes se escandalizarán de Mí esta noche; porque escrito está: «Heriré al Pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas» (V. Zacarías 13:7). Al oír esto, y sobrestimando su propia fe y entereza, Pedro proclamó resueltamente: —¡Aunque todos te abandonen, yo no lo haré! Jesús, sin embargo, sabiendo lo que había de suceder, le respondió serenamente: —Te aseguro que antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Pedro se sintió abofeteado por semejante predicción, ante lo cual insistió aún con más tenacidad: —¡Señor, estoy dispuesto a acompañartehasta la cárcel y aun hasta la muerte! Pero con gran pesadumbre para Pedro, la profecía de Jesús no tardó en cumplirse. Esa misma noche, mientras se encontraba orando con Sus discípulos en el Huerto de Getsemaní, una patrulla de soldados del templo enviados por los sumos sacerdotes y los dirigentes religiosos se presentó en el lugar. Los acompañaba una muchedumbre premunida de espadas, garrotes y antorchas. Aprehendieron a Jesús, el cual sabiendo que había llegado Su hora, se entregó a ellos solo y sin ofrecer resistencia. Sus discípulos, presos de temor ante lo que sucedía, olvidaron repentinamente sus promesas de lealtad y, huyendo despavoridos, se esfumaron en la oscuridad. Mientras Jesús era conducido para ser sometido a juicio ante un tribunal religioso rápidamente convocado en el palacio del sumo sacerdote, Pedro le seguía y observaba desde cierta distancia. En el patio de entrada del palacio una mujer se percató de la presencia de aquella figura nerviosa y sumamente turbada, y le preguntó: —¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre? —¡No! ¡No lo soy! —exclamó Pedro. Momentos después, mientras se calentaba junto al fuego que habían encendido los guardias en aquella fría noche, un hombre que había estado presente durante la captura de Jesús señaló a Pedro, interrogándolo en voz alta: —¿Acaso no te vi yo con Él en el Huerto de Getsemaní? —¡Juro que no conozco a ese hombre! —respondió Pedro tajantemente. De pronto, otros de los presentes también lo acusaron, diciendo: —¡Tú eres uno de ellos! Por tu acento se nota que eres galileo, igual que Jesús. ¡Seguro que eres uno de Sus discípulos! Temiendo por su vida, Pedro empezó a maldecir y renegar: —¡No sé de que me hablan! ¡Yo ni siquiera conozco a ese Jesús! Apena hubo pronunciado su tercera negación, el gallo comenzó a cantar. En ese momento, mientras era llevado por Sus captores a otra parte del palacio, Jesús se dio la vuelta y miró fijamente a Pedro. Éste enseguida recordó lo que el Maestro le había dicho: «Antes que cante el gallo, me negarás tres veces». Mortificado por el remordimiento, abandonó el patio dando traspiés y huyó a tientas en la oscuridad de la noche. Finalmente, se dejó caer al suelo y lloró amargamente. La promesa de poder A la mañana siguiente, Jesús fue llevado al lugar de Su crucifixión. Entretanto, Sus discípulos se ocultaron temiendo por sus vidas. Pero tres días después de Su muerte, Jesús resucitó y se apareció a Sus discípulos en el escondite en que se hallaban reunidos. Poniendo de manifiesto Su gran amor, perdonó a Pedro y a los demás por haberse dejado llevar del temor y haberlo negado. Sus palabras les infundieron entonces renovadas fuerzas y fe. Durante cuarenta días después de Su resurrección, Jesús se hizo presente entre Sus discípulos en varias ocasiones para levantarles el ánimo y explicarles la misión que tenían por delante. El último de aquellos cuarenta días, momentos antes de ascender al Cielo, dio instrucciones a Sus discípulos de que retornasen a Jerusalén y aguardasen «la promesa del Padre» (V. Lucas 24:49). Estaba por producirse la mayor transformación que hubieran experimentado en la vida. Los apóstoles regresaron a Jerusalén y, en compañía de más de 120 condiscípulos, así como de sus mujeres y sus hijos, oraron y aguardaron juntos, tal como Jesús les había instruido que hicieran. Al cabo de diez días sus oraciones fueron respondidas con una impresionante manifestación del poder de Dios. Lucas escribiría más tarde: «Un estruendo como de un viento recio que soplaba llenó toda la casa donde estaban; y se les aparecieron muchas lenguas de fuego que se colocaron sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, por obra del Espíritu» (Hechos 2:2-4). Precisamente eso era lo que aguardaban, aquella fuerza sobrenatural del Señor que los facultara para continuar Su obra una vez que ya no estuviera con ellos. De golpe desaparecieron los temores, las preocupaciones y la incapacidad de actuar según sus convicciones. Pedro, transformado por completo mediante el poder sobrenatural del Espíritu Santo, encabezó a los discípulos en una de las campañas de evangelización más fenomenales de todos los tiempos. Una transformación milagrosa Por aquellos días se celebraba en las calles de Jerusalén la fiesta de la siega, una importante conmemoración religiosa para la que habían acudido peregrinos judíos de muchos países. Ni bien acababan de ser llenos del Espíritu Santo, Pedro y los demás discípulos salieron a la calle y empezaron a hablar con soltura en los idiomas de las multitudes que ese día visitaban Jerusalén, pese a que ninguno había hablado jamás esas lenguas. Al propagarse la noticia de aquel milagro por toda la ciudad, las multitudes se agolparon en torno a ellos. Con gran valor, los discípulos proclamaron ante toda aquella gente las buenas nuevas del amor y la salvación divinos por medio de Jesús. Pedro se colocó en los peldaños de una casa cercana, levantó los brazos y alzó la voz para hacer callar a la enorme multitud. Cuando hubo silencio, empezó a hablar con tal autoridad y convicción que 3.000 personas no sólo se salvaron, sino que se comprometieron ese mismo día a hacerse discípulos de Cristo. Aquel individuo que tras el arresto de Jesús se había acobardado de tal manera que lo negó tres veces, se encontraba entonces ante miles de personas proclamando con resolución y valentía el mensaje divino en la misma ciudad donde Cristo había sido capturado, juzgado y ejecutado menos de dos meses antes. Pedro había cambiado en respuesta a las oraciones del Señor (V. Lucas 22:32). ¿Qué fue lo que provocó aquella transformación repentina? ¡El poder sobrenatural del Espíritu Santo!

El poder del Espíritu Santo puede obrar en ti


¡Sed llenos hasta rebosar!
Quienes piden a Jesús que entre en su corazón y reciben el don de la vida eterna, obtienen también con ello una medida del Espíritu Santo. Sin embargo, la plena infusión —o lo que la Biblia denomina el bautismo— del Espíritu Santo suele ser una experiencia que se tiene después de haber recibido a Jesús. Una buena ilustración de esto es la de un vaso de agua. Puede que el vaso no esté lleno, pero aunque tenga un poco de agua, se puede afirmar que es un vaso de agua. Así son muchos cristianos. Poseen un poco del Espíritu de Dios. El bautismo del Espíritu Santo es similar a llenar el vaso hasta rebosar. Jesús dijo: «El que cree en Mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva» (Juan 7:38). En el siguiente versículo el apóstol explica: «Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él» (Juan 7:39).
¡Conéctate a la fuente! El objeto principal del Espíritu Santo es ayudarte a propagar el mensaje y el amor de Dios. Además, la infusión del Espíritu te ayudará mucho en tu amistad y trato personal con el Señor. Te otorga un vínculo más estrecho con Él y una comunicación más clara a través de la oración, así como una comprensión más profunda de la Palabra de Dios. Y lo más maravilloso de todo es que tú también puedes ser lleno del Espíritu Santo, ¡ahora mismo! Basta con que lo pidas. Al igual que la salvación, no puede uno ganárselo ni hacer méritos para obtenerlo. Es un don. Después, tanto si sientes algo diferente como si no, puedes tener la certeza de haberlo recibido, porque Dios te lo promete (V. Lucas 11:13). Recibe el Espíritu Santo ahora mismo rezando esta sencilla plegaria: «Jesús, te pido que me llenes hasta rebosar de Tu Espíritu Santo para poder amarte más, seguirte más de cerca y contar con más carisma para hablar a los demás de Tu amor y salvación. Amén.»

Fuego para hablar de Dios


Si hay algo que llama la atención de la gente y hace que preste oído a lo que decimos y se fije en lo que hacemos es el entusiasmo. La palabra entusiasmo viene del vocablo griego entheos, que significa literalmente Dios dentro. Por eso, la persona verdaderamente entusiasta es la que actúa y habla como si estuviera poseída por Dios. La Palabra de Dios nos dice: «Todo lo que esté en tu mano hacer, hazlo con todo empeño» (Eclesiastés 9:10, Versión Popular). También: «Esfuércense, no sean perezosos y sirvan al Señor con corazón ferviente» (Romanos 12:11, Versión Popular). La misma pasión arrolladora, la misma compasión irresistible que motivó a los apóstoles, los mártires y prácticamente a todo gran hombre o mujer de fe a lo largo de la Historia son las fuerzas que deben impulsar a todos los hijos de Dios en cada cosa que hagan y digan, y ante todo el que se cruce por su senda. El fervoroso apóstol Pablo lo resumió en las siguientes palabras célebres, que han brotado del corazón de todo auténtico cristiano en cada obra de bien que haya realizado, y por las que está dispuesto a dar la vida: «El amor de Cristo me apremia» (2 Corintios 5:14, Biblia de Jerusalén). Sean cuales fueren tus flaquezas en términos de aptitud, capacidad o incluso de recursos materiales, si obedeces la Palabra de Dios y dejas que Él viva en ti y por medio de ti para que en tu corazón arda Su amor, Él podrá servirse abundantemente de ti y convertirte en una bendición para mucha gente. ¡El entusiasta transforma el mundo! Siendo aún joven, el gran misionero y pionero David Livingstone tuvo que afrontar una importante decisión. Escribió en su diario: «He descubierto que no estoy dotado de ningún don intelectual extraordinario. Pero hoy mismo me he propuesto convertirme en un cristiano fuera de lo corriente.» Se propuso en su corazón entregarse de lleno al Señor y convertirse en un entusiasta de la verdad. ¡Y lo fue! Llegó a ser uno de los mayores misioneros de todos los tiempos. El célebre historiador Arnold Toynbee dijo: «La apatía sólo puede superarse mediante el entusiasmo, y éste sólo puede suscitarse con dos cosas: primero, un ideal que tome por asalto la imaginación; y segundo, un plan claro y comprensible para llevar dicho ideal a la práctica». ¿Qué ideal más noble puede haber que el de pregonar la salvación permanente y una vida celestial eterna a una humanidad perdida y agonizante que sucumbe sin ellas? ¿Y qué plan más claro puede haber que el que el propio Jesús entregó a Sus seguidores: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15)? Los cristianos debiéramos ser las personas más entusiastas del planeta. Pablo: otro idealista fogoso El apóstol Pablo fue otro de los grandes entusiastas de Dios. Ya antes de su conversión, dio grandes muestras de fervor, aunque con un ideal y un plan erróneos: era fanáticamente anticristiano. Pero en cuanto se convirtió, se volvió un entusiasta incondicional del bando de Dios. Al ver los demás su gran dedicación y entusiasmo por el Señor, ellos también se llenaron de fuego para predicar la Palabra de Dios. La obra que inició difundiría el cristianismo por todo el Imperio Romano. ¡No había poder capaz de apagar el entusiasmo de Pablo! Él mismo dice: «Cinco veces recibí de los judíos los treinta y nueve azotes. Me golpearon con varas tres veces, me apedrearon una vez, naufragué tres veces, y pasé un día y una noche en alta mar. Mi vida ha sido un continuo viajar de una parte a otra, en peligros de ríos, en peligros de bandidos, en peligros de parte de mis compatriotas, en peligros de parte de los que no son judíos, en peligros en la ciudad, en peligros en el campo, en peligros en el mar, y en peligros de parte de falsos hermanos. He pasado muchos trabajos y fatigas, y muchas veces me he quedado sin dormir; he sufrido hambre y sed, y muchas veces me he quedado sin comer; he sufrido frío y desnudez.» (2 Corintios 11:24-27, NVI.) ¿Acaso se dejaba detener Pablo por dichas dificultades y obstáculos? ¡Ni hablar! No dejó de servir a Dios por muchas que fueran las penalidades o contrariedades con que se topara. No hay nada capaz de detener a un hombre que sirva a Dios con ardor. Seguirá adelante pase lo que pase, convencido de que está haciendo lo que debe por una causa justa y de que lo hace por Quien siempre posee la verdad. Para entusiasmarse por Dios ¿Cómo podemos obtener esa medida de entusiasmo, esa inspiración capaz de llenar a alguien de fuego y fervor por el Señor? ¡Por medio del Espíritu Santo de Dios! La Biblia dice: «Nuestro Dios es fuego consumidor» (Hebreos 12:29), y en repetidas ocasiones compara el Espíritu divino con un fuego o con llamas de fuego (V. Hechos 2:3,4; Apocalipsis 4:5 y Mateo 3:11). Si quieres ser, pues, un entusiasta del Señor, lleno de Su fogosa inspiración y ungimiento, no tienes más que orar pidiéndole que te llene con el poder de Su Espíritu Santo. Ten por seguro que lo hará. Alguien preguntó en cierta ocasión a un gran hombre de fe cuál era la clave de su éxito. Éste le respondió: «¡Me lleno de fuego predicando y el mundo acude a verme arder!» Para encender la llama en el corazón de otros Como cristianos, nuestro corazón debe estar tan lleno del amor de Jesús que queramos compartirlo abundantemente con los demás. Para demostrar a los demás que lo que tú tienes con Jesús es mejor que lo que ellos tienen sin Él, es preciso que te muestres lleno de vida y entusiasmo. ¿Por qué acudía la gente a escuchar a Jesús? Él hablaba desde el corazón, hablaba lo que le transmitía el Espíritu, y eso infundía vida y conmovía a los oyentes. No pretendía regalarles el oído, sino que les llegaba al corazón. Decía: «Las Palabras que Yo os he hablado son espíritu y son vida» (Juan 6:63). Las palabras de los escribas y fariseos —los dirigentes religiosos de la época de Cristo— eran muy cultas, pero áridas e inertes. No hacían más que inducir al sopor. ¿Por qué? Porque ellos únicamente decían lo que les salía de la cabeza. Ahí está la diferencia. No puedes encender la llama en el corazón de alguien a menos que esté ardiendo en el tuyo. William Booth —fervoroso predicador que dio inicio al Ejército de Salvación— afirmó cierta vez: «A menos que me dedique a salvar las almas de los hombres con una energía y un celo rayanos en la locura, nadie me prestará atención, y menos creerá en lo que digo o se beneficiará de ello». Naturalmente, no solo debemos ser entusiastas al predicar y presentar el Evangelio a los demás, sino en todo lo que hacemos. Cualquier tarea que abordemos, dice la Biblia que debemos hacerla «de corazón, como para el Señor y no para los hombres» (Colosenses 3:23). Todo lo que hagas —aun las tareas más nimias— puedes emprenderlo con alegría, inspiración y entusiasmo. Si pides al Señor que te inspire, te dará esa chispa divina proveniente de Su Espíritu que convertirá en gozosa toda labor que inicies. Llenémonos de fuego por Dios orando con fervor y leyendo fielmente Su Palabra. Pidámosle que Su Espíritu nos comunique la visión de las grandes cosas que quiere obrar por medio de nosotros. Luego hagamos lo que nos corresponde: entregarnos con pasión a cada cosa que nos pida que hagamos por Él y por los demás. ¡Vamos, pongamos el mundo a arder por Dios y alumbremos los corazones de los hombres de todo lugar!

viernes, 18 de febrero de 2011

¿No quieres ganar almas?


La experiencia más maravillosa, emocionante y satisfactoria que puedes tener después de encontrar el amor de Jesús es transmitírselo a tus seres queridos, familiares, vecinos, compañeros de trabajo, amistades y hasta a desconocidos. Las almas, no los diamantes, son para siempre. Ganar almas —conducir a alguien a aceptar el don eterno de la salvación a través de Jesús— produce mejor renta y beneficios que ningún negocio de este mundo. Dividendos y beneficios eternos. Aunque nunca lograras otra cosa que convertir una sola alma al Señor, ver esa alma contigo en el Cielo te llenará de gozo y comprenderás que todo tu esfuerzo valió la pena. Además, esa persona te estará eternamente agradecida por haberle hablado del amor de Jesús y haberla llevado a conocer al Señor. A continuación te ofrecemos algunos consejos para orientarte cuando empieces a comunicar tu fe en Jesús a los demás: Haz preguntas. ¿Cómo vas a averiguar quién es la persona, lo que hace o la más mínima cosa si no le haces preguntas? Como médico de almas, tienes la obligación de examinar con cuidado a tu paciente y auscultarlo para hacer un diagnóstico de los males que padece. Escucha sus respuestas. Lo primero y principal es demostrarle a la gente que la amas y que te interesas realmente por ella. Para lograrlo, nada mejor que tener una buena disposición para escuchar. Lo único que necesitan algunos es alguien que los escuche, una persona a la que puedan expresar lo que sienten, aunque lleve una hora o toda la noche. La mitad de la tarea de testificar consiste precisamente en escuchar. Presenta las soluciones de Dios. Deja que la persona domine la conversación hasta que por fin diga algo que abra una rendija y te dé la oportunidad de testificar y ofrecerle las soluciones divinas a sus problemas. La principal de esas soluciones, por supuesto, es aceptar al Señor. Que tome una decisión. Por muy bien o muy mal que hayas testificado, por muy receptiva o poco receptiva que te haya parecido una persona, siempre debes pedirle que acepte a Jesús como Salvador. A veces hay que arriesgarse, pues es posible que no vuelvas a verla y que jamás tenga otra oportunidad. Pregúntale si quiere recibir a Jesús. Quizá te conteste que sí, o que no, o te diga: «Más adelante». Pero en todos los casos haz que tome una decisión.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Compartir el amor de Dios con los demás




El corazón de los hombres es el mismo en todo el mundo, sea cual sea su nacionalidad, su origen, su raza y su credo. Sus angustias, pesares, pecados, dolores y temor a la muerte son los mismos. Sus anhelos, amores y necesidad de Dios y Su verdad, de alegría, felicidad y paz interior, han sido concebidos por el propio Dios y son iguales en todos los hombres del planeta. Aunque muchos ansían auténtico amor, en contadas ocasiones lo encuentran, y a veces nunca. Lamentablemente son muy pocas las personas de fe dispuestas a manifestar el amor de Dios. Como dijo Jesús: «La mies [quienes necesitan el amor de Dios] es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a Su mies» (Mateo 9:37-38). ¿Responderás a Su llamado a la mies? ¿Darás a la gente ocasión de conocer íntimamente a Jesús y obtener un pasaje gratuito para el Cielo? Testificación es un término que emplean muchos cristianos para calificar el acto de hablar a los demás de Jesús y explicarles el plan de salvación trazado por Dios. Al igual que los niños se hacen adultos y engendran sus propios hijos, un hijo de Dios nacido de nuevo debe madurar a fin de engendrar hijos espirituales, es decir, otras almas salvadas para el reino de Dios. Esa es la labor más importante y satisfactoria que puede haber en el mundo: ayudar a los demás a hallar el amor y la salvación divinas a través de Jesús (v. Marcos 16:15). Puedes empezar conversando con tus amigos y familiares sobre la transformación que se ha operado en ti desde que pediste a Jesús que entrase en tu corazón y comenzaste a leer Su Palabra. Anímalos a aceptar también a Jesús y ayúdalos a descubrir las maravillosas verdades de Su Palabra. Y no olvides dar buen ejemplo del amor de Dios mostrándote comprensivo, amoroso y generoso con los demás, tanto con los conocidos como con los desconocidos. Dios te bendecirá, te inspirará y te recompensará grandemente por animarte a compartir Su amor con los demás y orientarlos para que descubran una nueva vida plena de dicha con Jesús.

Cambia el mundo


Esta mañana, mientras escuchaba la radio, oí una breve charla a cargo del director de programas religiosos de la emisora. Contó un relato muy interesante que no creo que vaya a olvidar jamás, ya que se aplica muy bien a la labor que realizamos diariamente sirviendo al Señor.
Era la historia de un joven de unos veinte años que recorrió a pie la Provenza, región del sur de Francia, allá por 1913. Iba con mochila y saco de dormir por zonas apartadas y poco pobladas. Las más de las veces tomaba senderos y caminos secundarios y pernoctaba en pequeños campings o albergues juveniles, o en casa de algún campesino hospitalario.
En aquel tiempo, esa comarca era una región netamente rural y estaba muy yerma y abandonada. Había quedado poco menos que devastada por la explotación forestal y agrícola desmedida.
Para que la tierra produzca en abundancia es necesario que haya árboles, ya que éstos retienen la humedad del suelo y lo resguardan del sol que lo reseca. Asimismo, lo asientan y reducen los efectos de la erosión. En regiones donde escasean los árboles, es frecuente que las lluvias arrastren el suelo ocasionando inundaciones. En esas circunstancias el terreno no tarda en volverse estéril, como sucedió durante la Gran Depresión de los años treinta en una región del sudoeste de los Estados Unidos que llegó a ser conocida por sus tormentas de polvo.
Los bosques de aquella región del sur de Francia habían quedado prácticamente asolados a causa de la explotación abusiva del suelo que, por carecer de árboles que lo asentaran, terminó empobrecido a consecuencia de las lluvias. Toda la zona se había tornado árida y estéril, y se cultivaba muy poco. Hasta la fauna había emigrado, ya que los animales necesitan de lugares resguardados donde construir sus moradas, es decir, maleza que les proporcione protección. Sin árboles no hay maleza. Los animales también necesitan alimento, pero sin follaje éste escaseaba. Más aún, precisan agua; sin embargo, cuando no hay muchos árboles y el suelo no retiene la humedad, quedan muy pocos arroyos donde abastecerse de agua.
Aquel joven efectuaba un recorrido a pie por aquella región, en la que ya no se cultivaba mucho. Los pueblos se hallaban en estado decadente y ruinoso. Las casas se veían deterioradas, y casi todos los aldeanos habían emigrado a la ciudad.
El muchacho pasó una noche en la humilde cabaña de un pastor que, a pesar de sus canas y de sus cincuenta y tantos años, se conservaba muy robusto y fornido. Si bien la cabaña era pequeña y el mobiliario muy modesto, estaba bien mantenida. El joven se acogió a la hospitalidad de aquel amable pastor. Pernoctó allí y terminó quedándose varios días.
Observó con curiosidad que cada noche su anfitrión pasaba varias horas a la luz de una lámpara clasificando diversos tipos de frutos secos, como bellotas, avellanas y castañas. Con gran concentración y paciencia los examinaba, los iba colocando en hileras, los comparaba y separaba los que a su juicio estaban en mal estado y no servían. Terminada su tarea, guardaba en su morral los que había seleccionado.
Por la mañana llevaba sus ovejas a pastar e iba sembrando por el camino. Tomaba su cayado y, sin perder de vista el rebaño, recorría un buen trecho en línea recta. Daba unos pasos e, hincando con firmeza en el suelo la punta de su cayado, hacía un hueco de varios centímetros de profundidad. Dejaba caer en él una semilla y lo cubría de tierra con los pies. Luego daba unos pasos más, volvía a clavar su vara en el suelo y dejaba caer otra semilla. A lo largo del día recorría varios kilómetros de aquella comarca apacentando sus ovejas. Cada jornada recorría una zona diferente -todas ellas prácticamente despobladas de árboles- y a su paso sembraba bellotas, avellanas, castañas y nueces.
El joven forastero observaba al pastor sin comprender qué se proponía. Finalmente le preguntó:
-¿Qué hace?
-Como verá, joven, siembro árboles -repuso el pastor.
El muchacho volvió a inquirir:
-Pero... ¿para qué? Esos árboles tardarán muchísimos años en crecer y serle de provecho. Puede que ni viva para verlos.
-Ya sé -respondió el pastor-, pero algún día le serán de provecho a alguien y contribuirán a devolver a la tierra su fertilidad. Quizá no lo vea yo, pero sí mis hijos.
El joven se maravilló de la previsión, el desinterés y la iniciativa que mostraba el pastor al preparar el terreno para otras personas sin tener la menor certeza de que llegaría a ver o cosechar el fruto de su labor. Las semillas que sembraba se convertirían con el tiempo en árboles que conservarían la tierra para las generaciones venideras.
Veinte años después, aquel excursionista -ya de cuarenta y tantos años- volvió a visitar la región. Quedó boquiabierto ante lo que vio: un extenso valle totalmente cubierto por un bellísimo bosque natural en el que prosperaban árboles de todas las variedades. Naturalmente, eran ejemplares jóvenes, pero árboles al fin y al cabo.
El valle entero había revivido. La hierba había recobrado su verdor. La fauna volvía a poblar la zona, la maleza había crecido, el suelo había recuperado la humedad y los agricultores labraban nuevamente la tierra. En contraste con la aridez y la desolación que había visto veinte años atrás, toda la comarca florecía.
El viajero sintió curiosidad por saber qué habría sido del anciano pastor, y se quedó sorprendido al enterarse de que aún vivía. El viejo pastor -ya de unos setenta y cinco años- seguía vivo y fuerte como un roble. Aún residía en su cabañita, y no había abandonado su costumbre vespertina de clasificar frutos secos. El visitante se enteró además de que poco tiempo antes había llegado de París una comisión de parlamentarios para ver lo que a su juicio era un bosque natural que había surgido por milagro. Unos agricultores les señalaron que había sido producto de la perseverancia de aquel solitario pastor. Gracias a ella, todo el valle y la comarca se habían cubierto de un manto de vegetación y de hermosos árboles jóvenes. Tan impresionados quedaron los parlamentarios que a su regreso a la capital votaron en la Asamblea Nacional para que se le otorgara al pastor una pensión vitalicia en señal de agradecimiento por haber reforestado toda aquella región sin ayuda de nadie.
El visitante manifestó su sorpresa por la transformación que se había producido: además de los magníficos árboles, había resurgido la agricultura, la fauna había retornado y la flora se veía exuberante. Las pequeñas granjas prosperaban, y la actividad había vuelto a las aldeas. Con renovadas esperanzas, los campesinos habían reconstruido y pintado sus cabañas. ¡Qué contraste con el cuadro de ruina y abandono que había visto veinte años antes!
Gracias a la previsión, la diligencia, la paciencia, la abnegación y la constancia de un solo hombre, que durante años, día tras día perseveró haciendo lo que estaba a su alcance, la prosperidad había vuelto a aquella región. El hombre que a los veinte años visitó por primera vez al pastor se enteró de que en aquel entonces éste ya llevaba varios años sembrando pacientemente las semillas que dos décadas después se convertirían en árboles de gran tamaño. Un solo hombre había repoblado de árboles la región, devolviéndole la vida y la belleza. A consecuencia de ello se reactivaron la economía y la agricultura, la fauna volvió a habitar la zona, se recuperó el suelo, nuevamente hubo agua en abundancia y las aldeas volvieron a poblarse.

De modo que si a veces te sientes impotente al ver la situación en que se encuentra el mundo, no te dejes vencer. Dicen que son los grandes imperios, los gobiernos, los ejércitos y las guerras los que producen alteraciones en el curso de la Historia y cambian la faz de la Tierra. De ahí que a veces nos deprimamos y pensemos que no somos nada o que nada podemos hacer. La situación nos parece irremediable y caemos en la desesperanza. Nos da la impresión de que una sola persona nada puede hacer para mejorar las cosas. Terminamos creyendo que ni vale la pena intentarlo, que de nada sirve malgastar esfuerzos. Nos vemos inclinados a desistir y dejar que el mundo se vaya al infierno, lo cual al parecer se merece.
Pero como demostró al cabo de varios años aquel humilde pastor, un solo hombre puede transformar el mundo. Tal vez no consigas cambiar el mundo entero, pero al menos puedes modificar el ámbito en que vives. Sin ayuda de nadie y esforzándose abnegada y perseverantemente día tras día, año tras año, aquel pastor renovó por completo una comarca y le devolvió la vida.
Me recuerda lo que nos dijeron a mi esposa y a mí hace algunos años cuando vinimos a vivir aquí. Un matrimonio de mediana edad que residía en la localidad había oído hablar de nuestra fe y del deseo que teníamos de pregonar el amor de Dios y ayudar a la gente del país.
Un día, la señora nos preguntó:
-¿No les parece absurdo intentar cambiar la idiosincrasia de la gente de aquí? Hace siglos que tiene la misma mentalidad. Jamás conseguirán que la gente de esta ciudad cambie de actitud. Este país seguirá siempre igual; jamás cambiará. Lo que se proponen es imposible. No lo lograrán. Es una locura intentarlo siquiera.
Yo repuse:
-Es posible que no lleguemos a transformar todo el país, tal vez ni siquiera esta ciudad. Desde luego jamás conseguiremos que cambien todos sus habitantes. Pero no me cabe duda de que, poco a poco, estamos influyendo positivamente en unos cuantos. Todos los días sembramos las semillas de la verdad, las semillas del amor de Dios y de Su Palabra en el corazón de la gente, y es inevitable que de algunas de ellas brote nueva vida.
»¿Quién sabe si algún día no habrá aquí muchas vidas nuevas que lleguen a transformar por completo esta ciudad? Puede que para entonces nos hayamos marchado, o que ya no estemos con vida para verlo y disfrutar de sus beneficios; pero tal vez el día de mañana lo disfruten nuestros hijos o nuestros nietos, así como su ciudad y su país. Aunque no se beneficie más que una pequeña parte de la provincia o no lleguemos a cambiar la ciudad o el país en su totalidad, al menos habremos cambiado una parte.»

Amigo, si se transforma una vida, se ha transformado parte del mundo, y con ello queda demostrado que hay esperanzas de cambiarlo todo. Si se puede transformar una vida, es indudable que se puede hacer lo mismo con muchísimas otras. Es posible regenerar regiones enteras hasta transformar el mundo por completo, todo a partir de una sola persona... que tal vez seas tú.
Desde que mi esposa y yo llegamos aquí hace algunos años hemos transformado muchas vidas. En algunas ocasiones el proceso ha sido muy lento, arduo y penoso, y el fruto de nuestros esfuerzos muy escaso, pero gracias a la cantidad de semillas que plantamos, esas vidas se han transformado. Te parecerá que no estamos cambiando el mundo. Sin embargo, cuando llegamos aquí, si bien no éramos más que dos personas, por lo menos comenzamos a transformar la parte del mundo en que vivimos. Y hemos conquistado para Cristo a cientos de almas que ahora dan testimonio de Él, y a su vez siembran semillas de las que un día crecerán más árboles. Todo el mundo habla de nosotros, y de cómo vivimos, de nuestra obra, creencias y enseñanzas.
¿Qué pueden hacer, pues, una o dos personas? ¿Cómo puede un solo matrimonio llevar a cabo una obra misionera en un país de una idiosincrasia tan rígida, insensible y cerrada? Al principio parecía una empresa imposible. No obstante, comenzamos a sembrar las semillas de la Palabra de Dios y el amor de Cristo en el corazón de los que nos rodeaban, y así se transformaron cientos de personas que a su vez contribuyeron a influir en otras. Nuestra labor de cambiar vidas se ha multiplicado colosalmente. No intentamos convertirlas a todas de una vez; no hubiéramos podido. Más bien emprendimos con paciencia y detenimiento la labor de renovar uno a uno el corazón y la vida de los que nos rodeaban. Sembramos una semilla a la vez, llenando así el vacío interior de aquellas personas. Día tras día, año tras año, las atendimos con ternura, cuidado y desvelo.
Ahora todos comentan que los resultados se hacen evidentes, y ellos mismos están cambiando. Un destacado médico que se había mostrado bastante escéptico ante los esfuerzos que hacíamos por ayudar a la gente a experimentar una transformación espiritual, reconoció que ejercemos una influencia muy grande en la ciudad. Admitió que era precisa gente como nosotros aquí y que desde hacía mucho tiempo la ciudad necesitaba esa influencia espiritual. Dijo que tenían una holgada situación económica y razones de sobra para estar contentos, pero que carecían del espíritu que traíamos nosotros. Eso les hacía mucha falta. No cabe duda de que hemos tenido efecto en esta ciudad. No todos se han convertido ni han aceptado la Salvación, pero hemos dado testimonio a casi todos con el mensaje del amor de Dios.
Muchos nos han visitado y han experimentado en sí mismos el amor y la verdad que transmitimos poco a poco, día a día, persona a persona, corazón por corazón. Una por una sembramos las semillas en esos huecos. Tanto es así que ahora se ve crecer todo un nuevo bosquecillo, y la gente se maravilla y habla de ello.

Opinas que no es posible cambiar el mundo? ¿Te parece que ya es tarde, que no tiene remedio, que es una tarea demasiado grande y difícil? Pues, ¿por qué no pruebas a cambiar la parcela en que vives? ¿Por qué no empiezas por renovar tu propio corazón, tu mente, tu espíritu, tu vida? Por el solo hecho de cambiar tu vida, habrás cambiado todo un universo, el universo de tu existencia y la esfera en que mora tu alma. Basta con que dejes que el poder del amor de Dios te transforme. El lugar en que vives y el ambiente que te rodea experimentarán a la postre un gran cambio.
No te limites a cambiar solamente tu vida. Ayuda a transformar también la de tu familia, tus seres queridos. Así se producirán en tu hogar y familia modificaciones profundas. Llevarán una vida diferente, tendrán una nueva mentalidad, un corazón y un espíritu renovados, imbuidos de la verdad y el amor de Dios, de Su Palabra y de la vida que Él comunica. Una familia entera habrá cambiado, y eso representa todo un mundo, el tuyo. Cambia el mundo en que vives, transforma tu vida, tu hogar y tu familia. Así habrás cambiado el mundo, tu mundo.
Luego tu familia puede hacer lo mismo por sus vecinos y amigos, sus compañeros de trabajo o de estudios, por los comerciantes, las visitas y toda persona con quien trabe relación cada día, como hacemos nosotros. En cualquier momento pueden salir y hacer un esfuerzo por acercarse a un alma solitaria y necesitada de afecto, que busque la verdad, que ansíe sentir que alguien se interesa por ella, que busque algo sin saber a ciencia cierta qué. Gente que busca afanosamente alcanzar la felicidad y llenar su alma vacía, yerma y sedienta por falta del agua de la Palabra de Dios y del cálido amor que Él nos brinda.
Puedes empezar de forma individual, tú solo o con tu familia, sembrando cada día semillas de la verdad en este y en aquel corazón. Una forma de hacerlo es distribuir folletos cristianos por dondequiera que pases. Con paciencia, dedicación y constancia, se puede implantar en un corazón vacío la verdad contenida en la Palabra de Dios, y cubrirla con la calidez de Su amor. Luego no resta más que confiar en que el Espíritu Santo -el inefable sol del amor divino- y el agua de las Palabras de Dios produzcan el milagro de una vida nueva.
Puede que al principio no parezca más que una diminuta yema, una ramita insignificante o un simple retoño. ¿Qué diferencia hace eso en una vasta extensión de tierra? ¿Qué es eso comparado con el inmenso bosque que hace falta? Pues bien, es el comienzo. Es el milagro de la gestación de una vida nueva que con el tiempo crecerá y florecerá, hasta convertirse en un árbol majestuoso, grande y robusto. Se trata de un renacimiento total. Quizás hasta dé origen a un mundo completamente nuevo. ¿Por qué no intentarlo?
No me digas que es imposible cambiar el mundo. ¿Por qué no haces la prueba? ¿Por qué no intentas cambiar la parte del mundo en que vives, tu mundo, el mundo en el que te desenvuelves: tu familia, tu casa, tus vecinos, tu ciudad? Anímate, y puede que te sorprendas al ver lo que sucede.
No es que vayamos a transformar el mundo en lo futuro; dondequiera que damos testimonio a los demás del amor de Dios, ya lo estamos haciendo. Cada uno de nosotros está transformando el pequeño universo en que vive, el universo de nuestro ser, el de nuestra familia, el de nuestro hogar. Por todo el orbe tenemos hermanos en la fe que día a día, por dondequiera que pasan, siembran incansablemente semillas de vida en el corazón de cada persona. Tengo el convencimiento de que dentro de poco tiempo, de mediar las condiciones propicias para que estas semillas se desarrollen, presenciaremos en todo el mundo el surgimiento de un inmenso bosque formado por millones de flamantes y vigorosos árboles en crecimiento, es decir, conversos que madurarán hasta alcanzar la plena estatura de un verdadero cristiano. Los árboles de ese nuevo bosque -esos conversos- harán revivir la tierra, salvarán el mundo, lo protegerán, lo redimirán, resguardarán el suelo, haciendo que retenga el agua, regenerarán por completo las regiones donde se encuentren y les devolverán la prosperidad -la espiritualidad-. Dondequiera que estén crearán un mundo enteramente nuevo.

No vayas a pensar que no vale la pena abocarse al intento, que solo no puedes hacer mucho porque no eres gran cosa. Puedes empezar a transformar el mundo hoy mismo, amigo. No serías el primero ni el último. Johnny Appleseed se hizo famoso en la época de la colonización de los Estados Unidos porque siempre enterraba el corazón de las manzanas que se comía. Se dice que gracias a sus esfuerzos, por toda Nueva Inglaterra se ven cantidad de manzanos cuyos frutos siguen aprovechando sus moradores hasta el día de hoy.
¿Que no se puede cambiar el mundo? Claro que se puede. Si transmites la Palabra y el amor de Dios a los que te rodean, ya lo estás cambiando; estás transformando el mundo. Y si perseveras en ello -como el anciano pastor cuyos esfuerzos premió el gobierno-, un día de estos, cuando llegue el momento de tu retribución, Dios te recompensará. Te dirá: «Bien, buen siervo y fiel. Sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor.» (Mateo 25:21.) Puede que en algunos casos no alcances lo que te habías propuesto, pero al menos habrás sido fiel. Aunque no hayas sido una figura destacada, se podrá decir de ti que te entregaste de lleno a servir al Señor, que lo hiciste con gran dedicación y que realizaste una buena labor.
Obraste a conciencia, día tras día, a cada paso y en cada oportunidad que se te presentó. Sin duda segarás lo que sembraste. Como dijo Jesús en el Evangelio según Mateo (Mateo 13:3-9, 18-23), es posible que no todas las semillas germinen. Tal vez el Enemigo -el Diablo- arrebate algunas, y quizás otras caigan en terreno árido o pedregoso. Habrá semillas que por no haber llegado a suficiente profundidad se secarán, como es el caso de los que abandonan ante las pruebas y las persecuciones. Otras se dejarán sofocar por los afanes y las riquezas de este mundo. Con todo, es inevitable que algunas caigan en tierra fértil y den buenas cosechas, unas a treinta, otras a sesenta y otras al ciento por uno. Éstas compensarán los esfuerzos invertidos en las semillas infructuosas, y con ello habrás transformado el mundo. No me cabe la menor duda. No se trata de una posibilidad, sino de un hecho; estamos cambiándolo y en parte ya lo hemos transformado. Si hay algo de lo que estoy seguro es de que al menos yo he cambiado el mundo en que vivo. ¿Estás haciendo tú algo por cambiar tu parte del planeta?
Quisiera agregar algo más que considero digno de mención. Como recordarás, el joven le había dicho al pastor que no viviría para ver el fruto de sus labores ni se beneficiaría de ellas. Es más, que ni siquiera llegaría a saber si su esfuerzo había servido de algo. Sin embargo, aquel anciano pastor vivió hasta los ochenta y nueve años. Alcanzó a ver en todo su esplendor y magnificencia el bosque que había sembrado y la región que había transformado, es decir, los cambios que se habían producido a su alrededor gracias a sus esfuerzos. Esa fue la recompensa que Dios le otorgó. Llegó a apreciar el milagro que había obrado Dios por su intermedio. Esto me trae a la memoria las palabras que escribió el apóstol Pablo en el Nuevo Testamento: «No nos cansemos de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos». (Gálatas 6:9) ¿Quién sabe? Quizá llegues a ver el día en que -gracias a ti- el mundo sea diferente. Algún día todos llegaremos a ver el mundo que habremos transformado, si no aquí en la Tierra, al menos en el Cielo.

Estás haciendo algo por cambiar el mundo en que te desenvuelves? No creas que es muy difícil cambiar la vida de una persona. Aún recuerdo una oportunidad en que visité con mi familia la Exposición Universal de Montreal en 1967. Por entonces mi madre tenía ya 80 años, pese a lo cual todavía era una cristiana de lo más entusiasta. Mientras pasábamos por el pabellón soviético sucedió algo inesperado. Se acercó el jefe de la delegación a ofrecer una silla de ruedas a mi anciana madre. Era un joven ruso muy apuesto, alto, de cabello rubio y aspecto impecable. Muy amablemente se ofreció a pasearla por el pabellón y explicarle las diversas facetas de la exposición.
Desde un principio congeniaron bastante y se enfrascaron en una conversación de lo más animada. Mientras aquel joven ruso le enseñaba a mi madre el pabellón y le explicaba los diversos artefactos que allí se exponían, conversaron casi dos horas. Más tarde me enteré, sin embargo, de que hablaron de mucho más que de artefactos. Al final de nuestra visita, el joven se despidió muy efusivamente y nos rogó que volviéramos. Se mostró de lo más cordial, y por lo que se ve, en el breve tiempo que pasó hablando con mi madre estableció una relación bastante estrecha con ella.
Varias semanas después nos llegó una carta suya en la que le decía a mi madre: «Usted ha transformado mi vida. Reflexioné acerca de lo que me dijo y acepté a Cristo. Usted ha producido un giro total en mi forma de pensar y en mis creencias; soy otro hombre. Pero soy casado, tengo tres hijos y vivo en un país comunista en el que la práctica del cristianismo es ilegal. ¿Qué hago ahora?»
El consejo que le dio mi madre en la carta con que le contestó se podría resumir en las siguientes palabras: «Cambie el mundo. Transforme el mundo en que vive. Comience ahora mismo en el lugar donde se encuentra. No deje de dar testimonio de la transformación que se ha producido en su vida. Hable de lo que ha obrado Dios en usted, del efecto que han tenido en su vida el amor de Dios y Su verdad, y así podrá empezar a transformar la parte del mundo donde vive, así sea en la esfera comunista.»
¡Sí puedes cambiar el mundo! ¡Comienza hoy mismo! Transforma tu vida, la de tu familia, la de tus vecinos. Transforma tu hogar, tu ciudad. Transforma tu país. ¡Cambiemos el mundo!