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miércoles, 9 de marzo de 2011

La transformacion de Pedro


Uno de los más ilustres protagonistas de la Biblia es Simón, hijo de Jonás, conocido más comúnmente como el apóstol Pedro. Fue uno de los primeros discípulos de Jesús. Se trataba de un personaje muy pintoresco, un pescador inculto y tosco, siempre rebosante de energía y dinamismo. Durante los años que pasó bajo la dirección y enseñanza de Jesús, Pedro se conducía con muy poco tino y decoro y, como suele decirse, siempre metía la pata. Era sin lugar a dudas el más franco de los doce apóstoles. No vacilaba en decir lo que pensaba y en hacer lo que consideraba necesario, sin tomar mucho en cuenta las consecuencias. Los hombres decididos suelen tener sus defectos, y Pedro no fue ninguna excepción. Las más de las veces su enérgica personalidad, su confianza en sí mismo y las opiniones tan vehementes que emitía lo llevaban a cometer graves errores. Sin embargo, poco después de la resurrección de Cristo, experimentó una asombrosa transformación. De eso precisamente trata nuestro relato, que se inicia en los momentos finales del ministerio de Jesús en la Tierra, durante la última cena que celebró con Sus discípulos, escasas horas antes de Su crucifixión. «Antes que el gallo cante...» Sabiendo que en breve sufriría tormento y muerte por los pecados del mundo, Jesús miró a Sus discípulos y dijo con tristeza: —Todos ustedes se escandalizarán de Mí esta noche; porque escrito está: «Heriré al Pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas» (V. Zacarías 13:7). Al oír esto, y sobrestimando su propia fe y entereza, Pedro proclamó resueltamente: —¡Aunque todos te abandonen, yo no lo haré! Jesús, sin embargo, sabiendo lo que había de suceder, le respondió serenamente: —Te aseguro que antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Pedro se sintió abofeteado por semejante predicción, ante lo cual insistió aún con más tenacidad: —¡Señor, estoy dispuesto a acompañartehasta la cárcel y aun hasta la muerte! Pero con gran pesadumbre para Pedro, la profecía de Jesús no tardó en cumplirse. Esa misma noche, mientras se encontraba orando con Sus discípulos en el Huerto de Getsemaní, una patrulla de soldados del templo enviados por los sumos sacerdotes y los dirigentes religiosos se presentó en el lugar. Los acompañaba una muchedumbre premunida de espadas, garrotes y antorchas. Aprehendieron a Jesús, el cual sabiendo que había llegado Su hora, se entregó a ellos solo y sin ofrecer resistencia. Sus discípulos, presos de temor ante lo que sucedía, olvidaron repentinamente sus promesas de lealtad y, huyendo despavoridos, se esfumaron en la oscuridad. Mientras Jesús era conducido para ser sometido a juicio ante un tribunal religioso rápidamente convocado en el palacio del sumo sacerdote, Pedro le seguía y observaba desde cierta distancia. En el patio de entrada del palacio una mujer se percató de la presencia de aquella figura nerviosa y sumamente turbada, y le preguntó: —¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre? —¡No! ¡No lo soy! —exclamó Pedro. Momentos después, mientras se calentaba junto al fuego que habían encendido los guardias en aquella fría noche, un hombre que había estado presente durante la captura de Jesús señaló a Pedro, interrogándolo en voz alta: —¿Acaso no te vi yo con Él en el Huerto de Getsemaní? —¡Juro que no conozco a ese hombre! —respondió Pedro tajantemente. De pronto, otros de los presentes también lo acusaron, diciendo: —¡Tú eres uno de ellos! Por tu acento se nota que eres galileo, igual que Jesús. ¡Seguro que eres uno de Sus discípulos! Temiendo por su vida, Pedro empezó a maldecir y renegar: —¡No sé de que me hablan! ¡Yo ni siquiera conozco a ese Jesús! Apena hubo pronunciado su tercera negación, el gallo comenzó a cantar. En ese momento, mientras era llevado por Sus captores a otra parte del palacio, Jesús se dio la vuelta y miró fijamente a Pedro. Éste enseguida recordó lo que el Maestro le había dicho: «Antes que cante el gallo, me negarás tres veces». Mortificado por el remordimiento, abandonó el patio dando traspiés y huyó a tientas en la oscuridad de la noche. Finalmente, se dejó caer al suelo y lloró amargamente. La promesa de poder A la mañana siguiente, Jesús fue llevado al lugar de Su crucifixión. Entretanto, Sus discípulos se ocultaron temiendo por sus vidas. Pero tres días después de Su muerte, Jesús resucitó y se apareció a Sus discípulos en el escondite en que se hallaban reunidos. Poniendo de manifiesto Su gran amor, perdonó a Pedro y a los demás por haberse dejado llevar del temor y haberlo negado. Sus palabras les infundieron entonces renovadas fuerzas y fe. Durante cuarenta días después de Su resurrección, Jesús se hizo presente entre Sus discípulos en varias ocasiones para levantarles el ánimo y explicarles la misión que tenían por delante. El último de aquellos cuarenta días, momentos antes de ascender al Cielo, dio instrucciones a Sus discípulos de que retornasen a Jerusalén y aguardasen «la promesa del Padre» (V. Lucas 24:49). Estaba por producirse la mayor transformación que hubieran experimentado en la vida. Los apóstoles regresaron a Jerusalén y, en compañía de más de 120 condiscípulos, así como de sus mujeres y sus hijos, oraron y aguardaron juntos, tal como Jesús les había instruido que hicieran. Al cabo de diez días sus oraciones fueron respondidas con una impresionante manifestación del poder de Dios. Lucas escribiría más tarde: «Un estruendo como de un viento recio que soplaba llenó toda la casa donde estaban; y se les aparecieron muchas lenguas de fuego que se colocaron sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, por obra del Espíritu» (Hechos 2:2-4). Precisamente eso era lo que aguardaban, aquella fuerza sobrenatural del Señor que los facultara para continuar Su obra una vez que ya no estuviera con ellos. De golpe desaparecieron los temores, las preocupaciones y la incapacidad de actuar según sus convicciones. Pedro, transformado por completo mediante el poder sobrenatural del Espíritu Santo, encabezó a los discípulos en una de las campañas de evangelización más fenomenales de todos los tiempos. Una transformación milagrosa Por aquellos días se celebraba en las calles de Jerusalén la fiesta de la siega, una importante conmemoración religiosa para la que habían acudido peregrinos judíos de muchos países. Ni bien acababan de ser llenos del Espíritu Santo, Pedro y los demás discípulos salieron a la calle y empezaron a hablar con soltura en los idiomas de las multitudes que ese día visitaban Jerusalén, pese a que ninguno había hablado jamás esas lenguas. Al propagarse la noticia de aquel milagro por toda la ciudad, las multitudes se agolparon en torno a ellos. Con gran valor, los discípulos proclamaron ante toda aquella gente las buenas nuevas del amor y la salvación divinos por medio de Jesús. Pedro se colocó en los peldaños de una casa cercana, levantó los brazos y alzó la voz para hacer callar a la enorme multitud. Cuando hubo silencio, empezó a hablar con tal autoridad y convicción que 3.000 personas no sólo se salvaron, sino que se comprometieron ese mismo día a hacerse discípulos de Cristo. Aquel individuo que tras el arresto de Jesús se había acobardado de tal manera que lo negó tres veces, se encontraba entonces ante miles de personas proclamando con resolución y valentía el mensaje divino en la misma ciudad donde Cristo había sido capturado, juzgado y ejecutado menos de dos meses antes. Pedro había cambiado en respuesta a las oraciones del Señor (V. Lucas 22:32). ¿Qué fue lo que provocó aquella transformación repentina? ¡El poder sobrenatural del Espíritu Santo!

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